miércoles, 29 de noviembre de 2017

No paraba de llover

restos en valor de la prisión militar
Castillo Santa Catalina
Cádiz
Me acuerdo y no me quiero acordar de aquel otoño en la masía del tío XX. Un hombre a priori de estética transparente y una figura singularmente moderna para la época y el entorno. Tendría yo unos doce años y era bastante ingenua y confiada en aquel tiempo. Desde entonces, un ejercicio que me ayuda a seguir adelante es recordar lo que tengo que olvidar y dejar la nostalgia y el dolor en la cuneta. No obedecer, no colaborar, no negarme a mí misma.


Me acuerdo que la manta no bastaba para quitarme el miedo de aquellas noches. El miedo es como un caballo. La probabilidad de que ocurriera lo que temía, me tiraba hacia atrás. Durante el día necesitaba de hacer malabarismos. Deconstruir y no proyectar mil escenas, como la imagen de esa sanguijuela que con cadencia inconstante profanaba mi estación florida. Yo sin saber reaccionar, inmóvil, con los ojos inexpresivos recogía las velas para esperar, la marea bufona de la muerte.

Me acuerdo de que, por miedo a la perspectiva simétrica del vacío, le abría la puerta a ese ladrón de mi cuerpo. Y me recuerdo en una tormentosa noche que, mientras me quebrantaba taciturna en el brocal grisáceo de mi soledad, me quedé mirando como las ramas de los árboles tocaban los sollozantes cristales de mi ventana.

Me acuerdo del mal, de la maldad, de los males y de un resquemor terrible que me carcomía el esqueleto cuando me decía al oído que me quería. Por eso, no quiero recordar lo que no puedo olvidar. Quiero dejar que las lágrimas se vayan. Todo se ve distinto después de la lluvia.




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